Entrenamiento de Táchira en la cancha alterna de Pueblo Nuevo / Carlos E. Ramírez
Por Roalber Torres.
Volteo y alcanzo a
ver a una decena de personas en la grada riéndose a carcajadas de mis movimientos lentos
y desentonados. Ya casi no siento las piernas, y menos las burlas, que han sido
la constante desde que decidí hacer este trabajo. Mis pantorrillas están
adormecidas, corro por instinto. Por mi cabeza solo pasa una cosa: ¡Que suenen el
pito para detenerme!
Por un momento dejo
de pensar en eso y de inmediato mi memoria trae una historia ajena al presente.
Se trata de una noticia que leí sobre un maratonista que estuvo 24 horas seguidas
en una trotadora por un acto benéfico. No recuerdo su nombre ni en qué país
sucedió, pero sé que ese hombre cerca del final de su travesía se sintió como
yo en este momento. La diferencia es que yo apenas voy por la cuarta vuelta de una
rutina suave de entrenamientos con el Táchira, y que estoy haciendo esto solo
para reflejar cómo trabaja un jugador profesional de fútbol en Venezuela.
Aunque por el esfuerzo también debería ser considerado un acto benéfico.
Se supone que ahora
debería ir al ritmo de mi grupo, en el que están unos tales Anderson Arias y
Cristian Cásseres. Y los veo de lejos, hace rato que mi paso es muy inferior.
Me pregunto: ¿Por qué estoy tan cansado? ¿Es que acaso la hora diaria de
gimnasio y las “caimaneras” con mis amigos de vez en cuando no sirven de nada?
Los latidos fuertes en mi pecho y la respiración de búfalo me responden con un
NO rotundo.
Es imposible no
pensar en mi viejo profesor de educación física de la primaria pidiéndome, en
medio de una clase mucho más simple que esta, que no respirara por la boca
porque el aire que consumimos tiene agentes nocivos y solo la nariz puede filtrarlos.
Claro, se dice fácil. Un empujón de un jugador que pasa corriendo junto a mí me
despierta nuevamente.
Estoy dispuesto a
hacer un esfuerzo extra. Acelero e intento volver a estar con mi grupo. Obvio,
dos vueltas después que ellos. No llego ni cerca, y ahora sí es verdad que ya
no puedo más. Aparecen unos obstáculos en el piso, todos los superan con
facilidad. Llega mi chance y noto que no hay nada más difícil que coordinar tus
movimientos cuando a duras penas puedes mantenerte de pie. Sigo caminando para
no salirme y el sonido de un pito me devuelve el alma al cuerpo. Nos piden que
caminemos… yo llevo un largo rato haciéndolo y la única certeza que tengo es mi
deseo de sentarme en la grama.
Después nos llaman
para estirarnos y obedezco, le doy gracias al bendito dios del balón detenido,
pues los ejercicios me desenredan los nudos de los músculos de las piernas. Apenas
terminar los estiramientos me arrastro hasta un recipiente grande con agua. Tengo
la boca seca y el alma ausente, pero aun así debo hacer una cola para
hidratarme. Al fondo veo el termo rojo, me parece que se aleja. El peso ya no es
solo en mis piernas, también tengo una presión sobre los hombros y los brazos.
Además, mi cabeza, al ritmo de unos latidos de taquicardia, me confunde entre
el ruido del entreno y su esfuerzo por no explotar.
Me cruzo con el
grueso de los jugadores y alguien dice: “Es más difícil de lo que se ve, ¿no?”.
Ni logro ver quién fue el de las sabias palabras, pero pienso en las veces que
vi entrenar a los equipos desde la comodidad de la tribuna y critiqué al más
lento del grupo sin tomar en cuenta si era pretemporada, si se estaba
incorporando a una nueva plantilla o si volvía de una lesión. Sí, es más fácil
dominar la pelota cuando no hay alguien al frente para quitártela.
(Crónica publicada por el Diario Líder el 18 de agosto de 2011)